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lunes, 22 de diciembre de 2014

58. LA ISLA

Me costó que Mi Hijo aceptara subirse al tren sin Curra. Lo convencí diciéndole que seguramente aparecería, y cuando lo hiciera, los vecinos de la zona me avisarían. Entonces regresaríamos a por ella.
A veces, las series simplonas de Disney Chanel sirven de algo. Mi Hijo dijo que sería como en ese capítulo de "Mi perro tiene un blog", en el cual el cánido se pierde en el bosque para finalmente aparecer.
Una vez de vuelta en el trabajo, el contratiempo se resuelve en un par de días.
Aun puedo retomar mis merecidas vacaciones.
Ya no me apetece ir al norte, mejor nos vamos a una isla…Formentera.
Quisiera caerme por un agujero de los que menciona Lorenzo en la película "Lucía y el sexo". Yo también quiero vivir un cuento lleno de ventajas.

A pesar de lo arrebatado de la búsqueda, tengo la tremenda suerte de encontrar una casa para alquilar.
Esta vez, los tres nos vamos en avión hasta Ibiza, y desde allí tomamos un Ferry hasta Formentera.
Al llegar a la pequeña isla, alquilo un coche. Nuestro destino es Playa Migjorn.
La casa es preciosa, tiene la fachada blanquísima, los postigos y contraventanas son de madera tintada de azul.
Repetimos el ritual de elegir habitación, hay más donde escoger esta vez.
La mía es enorme, muy luminosa, con un balcón adornado de geranios que cuelgan de maceteros sujetos a la baranda de hierro.
Mi Madre y Mi Hijo quieren descansar. Yo sólo quiero perderme en esa inmensa playa de arenas blancas, aguas cristalinas y fondo turquesa.
No me molesto en deshacer mi maleta para buscar el bikini.

No hay nadie en la playa. Lo he comprobado desde la enorme terraza. Tiene vistas a la costa norte, a la costa sur y hasta se divisa el faro de La Mola.
El agua es cálida y tranquila. Nado desnuda con ritmo pausado.
Tengo la sensación de que la negatividad de estos días abandona mi cuerpo.
Los peces nadan cerca de mí sin inmutarse por mi presencia.
Tengo que hacerme con unas gafas de bucear y unas aletas. Aquí hay mucho para contemplar.
Cuando empiezo a cansarme me dirijo a la orilla, el sol está cayendo, por lo que no me preocupa mucho haber prescindido de cualquier protección solar.
Tumbada en la arena, la brisa atenúa el calor sobre mi cuerpo mojado, que se seca rápidamente, notando así el salitre adherido a mi piel.
Con los ojos cerrados y escuchando el rumor del mar, sintiéndome balanceada por las olas, a pesar de estar en tierra firme, pienso en mi novela.
Aunque a El Editor le gustara lo que llevaba escrito hasta ahora, decido arriesgar y dar un giro a la historia.
Reescribiré desde el principio.

“Será Amanda la que deje a Serafín. Nada de lloriqueos ni abatimientos. Que sufra el hombre esta vez.
Serafín se refugiará en el amigo y Amanda será una mala pécora, decidida a explotar sus encantos para después tratar con desdén a todo aquel que caiga en su red.
Elvira será la amiga sensata, que intentará reconducirla por el buen camino, sin mucho éxito…”

Creo que el sol recalienta demasiado mi cabeza, será mejor volver y dejar lo de la novela para mañana.
Así que me visto y regreso.
La casa me recibe con el frescor de las masías de muro grueso.
En el salón hay una pequeña biblioteca y la cocina está conectada con el porche.
Los alrededores están delimitados por eucaliptos y palmeras.
Muy cerquita hay otra casa, me acerco un poco para fisgar. Puedo ver la silueta de alguien que parece estar pintando sobre un lienzo…
-¡Mamá! Dice la abuela que vengas a merendar.- Vocifera Mi Hijo.
-Dile que ya voy, cielo. Dile que ya voy.

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