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lunes, 29 de septiembre de 2014

46. MIMOUN.


Después de que mi hermana haya llegado del Zoo con mi hijo, les he contado una historia rocambolesca de cómo me he dejado media rodilla pegada en la acera.
Por supuesto, mi hermana no se ha creído nada –se ha divertido, eso si-, al niño en cambio, le ha parecido toda una aventura épica.
Ahora estamos cenando todos en un restaurante japonés, a modo de despedida.
Mientras el peque se está poniendo morado, a mí, el arroz -que envuelve no sé qué pescado- casi no me pasa por el esófago. Creo que sólo de pensar en que mañana tengo que volver a la realidad, se me ha estrechado.
Por debajo de la mesa aprieto la mano que El Vancuverita me ofrece. Eso hace que me sienta algo mejor.
Aprovechando que mi hijo se ha ido a observar cómo nadan los peces que hay en la enorme pecera situada en el centro del restaurante, me pasa un brazo por la cintura y me atrae hacia su cuerpo.
-Veniros a Vancouver conmigo. -Me susurra al oído. –No ahora mismo, tómate un tiempo para pensarlo…but not much.
Me lo quedo mirando con la boca abierta.

Este hombre está loco, pero me lo comería a besos. Lástima que yo sea tan racional y tan poco impulsiva.
-No puedo. -Le digo, con un nudo en la garganta que me causa dolor.
Me besa suavemente en la mejilla al tiempo que coloca un mechón de mi pelo por detrás de la oreja con una dulce caricia.
Sabe que lo digo en serio y noto que eso, en cierto modo, le alivia.
Ya en casa de mi hermana y después de dejar la maleta hecha para partir por la mañana, me dedico –a falta de sueño- a sacar a Amanda de su atolladero.

[…] Al principio le costó pronunciar más de tres palabras seguidas para contestar a las preguntas que el morenazo le hacía intentando entablar conversación.
No pasó mucho tiempo hasta que consiguieron una charla fluida.
Él se llamaba Mimoun.
Los ojos de ese hombre tenían un brillo embaucador que casi la mareaba.
Amanda se excusó para ir al aseo. Necesitaba tomarse un respiro para meditar la forma de poner fin a su encuentro imprevisto.
Una vez decidida, salió del aseo, o eso intentó. Porque Mimoun se interpuso en su camino, lo que la obligó a dar un paso atrás, quedando apoyada contra la puerta abatible, que cedió con el peso, y la hubiera hecho caer de no ser porque él la sujetó por la cintura.
-¿Qué haces? Te has equivocado de puerta.-Le dijo Amanda con la voz chillona, como la de un ratón asustado.
-Creo que no. Y lo sabes.-Le respondió él con tono seguro, a la vez que sus manos comenzaban a trepar más arriba de su cintura.
Amanda se lo quitó de encima de un empujón.
- Te has equivocado conmigo.
Esta vez su voz sonó firme. Aunque notaba como el rubor de su cara se intensificaba.
No dudó en salir lo más rápido que pudo, sin llegar a correr, mientras oía a sus espaldas a Mimoun que le espetaba ¡estrecha!
Amanda se alegró de haber pagado la cuenta con anterioridad, para no tener que detenerse ni un segundo. Y se alegró, aun más, cuando pudo parar un taxi justo al salir del restaurante.
No quería facilitarle a Mimoun el que la pudiera seguir […]

El Vancuverita y yo nos hemos despedido en casa de mi hermana, después ella nos ha acompañado a la estación.
No sé si lo volveré a ver.
Ahora sólo puedo pensar en que faltan un par de días para el juicio por la denuncia que me puso El Contrario, mi cabeza no para de dar vueltas.
Intento mantener la conversación con mi hijo, que entusiasmado me vuelve a contar una vez más su día en el Zoo.




lunes, 22 de septiembre de 2014

45. DÉJÀ VU.

El Vancuverita y yo preferimos no perder el tiempo. Si volvemos andando a casa de mi hermana tardaremos unos diez minutos, si cogemos la línea dos del Metro en el  Banco de España unos quince. Eso suponiendo que no lo tengamos que esperar, para poder subir, unos diez minutos más.
Decidimos que mejor vamos andando, además a paso ligero. Ya no tanto por las prisas de nuestro instinto carnal, como por la lluvia que ha comenzado a caer.
Esto parece un déjà vu de mi paso por Vancouver. Con la diferencia de que esta vez mi camiseta no es blanca.
Esta vez es la camiseta de Afrodita-A que me regaló mi hermana.
El Vancuverita me lleva de la mano para que no me quede atrás. Como es tan alto, cada una de sus zancadas equivale a dos de las mías.
Casi hemos llegado al portal del edificio en el que vive mi hermana, cuando mi pie se cuela en un socavón que hay en la acera encharcada y caigo de bruces.
Me levanto al doble de la velocidad a la que he caído. El sentido del ridículo otorga una fuerza poderosa.
El agua mugrienta no me ha dejado de muy buen ver y la rodilla derecha me duele a rabiar, pero ahora mismo, lo que yo quiero, es subir a casa más que cualquier otra cosa.
- Go, go! Estoy bien, en serio. – Le digo con la mejor sonrisa que puedo poner a causa del dolor y la vergüenza.
- Sure?
- Si.
Entonces me levanta en peso, me carga en su hombro como si fuera un saco de patatas y me lleva hasta el ascensor entre sus risas y mi pataleo.
Hay una señora dentro que nos mira con cara de ajo seco.
Intento recuperar la compostura, alisándome la camiseta y sacudiéndome el agua sucia desde los pechos de Afrodita-A hasta mi cintura.
Por suerte, nosotros nos bajamos del ascensor antes que la señora. Antes de que le dé algo.
Mientras él intenta acertar con la llave en la cerradura –espero que esto no sea premonitorio-, me da por pensar en el punto en el que Amanda se quedó con el morenazo.
Pero El Vancuverita por fin consigue abrir la puerta y mis pensamientos respecto a lo que Amanda decida o no hacer con el moreno se desvanecen, eso se quedará para después, porque yo tengo muy claro lo que quiero hacer con éste. Y por lo que veo –cuando El Vancuverita empieza a tirar de Afrodita-A hacia arriba-, éste también tiene claro lo que quiere hacer conmigo.
Lo dejo que me vaya desnudando a tirones mientras vamos de camino al baño.
Ni loca voy a dejar que me toque más allá de lo decente sin pasar antes por debajo del grifo de la ducha.
Me encantan las reformas que mi hermana ha hecho en este piso, porque una ducha tan amplia da mucho juego en un momento como este.
Creo qe el Gressite de la pared de la ducha va a permanecer marcado en mi trasero durante un buen rato.
Después de agotar todas las posibilidades de movimiento que nos ha dado la ducha, nos trasladamos a la habitación de El Vancuverita.
Más pausadamente, ahora sí, nos entretenemos el uno en el otro.
Ha salido el Sol y desde la ventana podemos ver un arcoíris inmenso.
Me pongo triste de repente, todo parece demasiado irreal, me giro para que él no se dé cuenta, ofreciéndole mi espalda para que me haga caricias.
No puedo evitar pensar en que mañana se acabará todo.
- Tienes daño en la rodilla.- Me dice este hombre a la vez que pasa sus labios sobre ella.
Verdaderamente me he hecho un buen raspón al caerme en la calle y el moratón está asegurado.

Me está curando cuidadosamente -ya sentados  y recompuestos en el sofá del salón-, cuando se oye la cerradura de la puerta de entrada.
Mi hijo entra como un torbellino, intentando explicarme en una milésima de segundo todo lo que ha visto y todo lo que ha hecho a lo largo del día en el Zoo. Entonces la felicidad vuelve a reflejarse en mi cara.



miércoles, 17 de septiembre de 2014

44. COME ON.

Parece que este bar tiene bastante fama porque está lleno de gente.
Cuando conseguimos nuestro bocata de calamares para llevar, caminamos hasta la Plaza Mayor, al tiempo que degustamos tan exquisito manjar.
Mentalmente me da por comparar el bocadillo de calamares que llevamos en la mano con los deliciosos macarons que tomamos en el Bell Cafe de Vancouver, no hace tanto, y me da la risa.
- What's happening?- Me pregunta El Vancuverita intrigado.
- Never mind, guapetón.- Le digo al tiempo que le doy una palmadita en el culo.
Me mira con ojos lascivos, eso lo sé yo. Pero antes de nada lo quiero llevar a otro sitio.
Aunque primero nos tomamos  a relaxing cup of café con leche en una de las terrazas de la plaza, para hacer los honores a Ana Botella.
Como no puedo sostenerle la mirada sin que me suban las pulsaciones, opto por hablarle de mi novela.

[…] Amanda y Elvira pasaron la mañana del sábado visitando pisos de alquiler. Al final, Amanda se decidió por un loft diminuto, todo abuhardillado, de apenas cincuenta metros cuadrados. La azotea con vistas a la ciudad fue decisiva. Además podría mudarse durante la semana siguiente.
Como Elvira tenía planes, Amanda decidió enfrentarse a comer sola en un restaurante cercano a su futura vivienda.
Para no pensar en la soledad que la abatía, sacó un bloc de notas de su bolso y comenzó a anotar sus planes para acondicionar su nuevo apartamento a sus necesidades.
Estaba saboreando el coulant de chocolate que había pedido de postre –como si le fuera la vida en ello-, cuando se le acercó un hombre alto y moreno, muy moreno.
-¿Me permite? -Le preguntó a Amanda, indicando la silla que había vacía a su lado.
Ella, en estado de shock, debido a que aquella imagen esbelta se dirigiera a ella, sólo pudo asentir con la cabeza.
-Puesto que los dos hemos comido a solas, me preguntaba si le gustaría tomar el café en mi compañía. Siempre es grato un poco de tertulia, aunque sea con un desconocido, ¿le parece bien?
Amanda no salía de su estupor y se debatía entre espantar a aquel hombretón -para poder terminar de deleitarse con su coulant- o –apartando lo que le quedaba de coulant- deleitarse con la conversación que aquel hombre le ofrecía.
Como él seguía de pie a la espera de su respuesta, ella se sintió casi obligada –más por cortesía que por valor- a invitarlo a sentarse a su lado […]

A El Vancuverita le parece que mi novela es entretenida y me anima a seguir con ella, me ha dicho que conoce a un editor al que podría pasarle el manuscrito cuando lo termine. Eso me llena de optimismo.
Paseando, entre tonteos y risas, hemos llegado al Círculo de Bellas Artes, quiero enseñarle las vistas que hay desde la azotea.
Nos detenemos en el hall el tiempo justo de esperar al ascensor, ya que las visitas se acaban en media hora y vamos con el tiempo justo.
En el ascensor casi puedo oír el eco de los latidos de mi corazón, es una lástima que no estemos solos.
Ha  merecido la pena la carrera por subir. Las vistas son magníficas, aunque curiosamente nos quedamos mirándonos el uno al otro al cabo de unos segundos.
- Come on?- Pregunta El Vancuverita.
- ¿A tu cuarto o al mío?
Y nos echamos una carrera de vuelta al ascensor.

lunes, 8 de septiembre de 2014

43. KILÓMETRO CERO.

Al tercer día de nuestra visita a casa de Mi Hermana Pequeña, mi hijo ya se encuentra mejor y podemos volver a la normalidad.
Desafortunadamente, mañana tenemos que regresar a casa.
En estos tres días, mientras yo me he quedado enclaustrada, al cuidado del pequeño, mi hermana y sus dos amigos canadienses han estado entrando y saliendo, visitando a otros amigos comunes  y solucionando algunos asuntos de sus trabajos.
Pero hay que buscar el lado bueno a todo. Hoy -si hoy-, mi hermana se lleva al niño a pasar el día al Zoo.
El Vancuverita y yo saldremos a ver la ciudad. Ahora me toca a mí pasearlo, aunque no tenga ni idea de a dónde ir, ni qué enseñarle. Bueno respecto a lo último podría enseñarle bastantes cosas, veremos lo que da de si la jornada.
Lo que si he hecho es avanzar en la novela.

[…] Al despertar, Amanda sintió como si un yunque pesara sobre su cabeza. Tenía la boca pastosa y el estómago le gritaba de hambre.
Dio gracias de que fuera sábado, de haber tenido que ir a trabajar esa mañana, hubiera preferido morirse a levantarse de la cama.
Arrastrando los pies consiguió llegar al cuarto de baño, el pis le olía a destilería. Se metió en la ducha y se puso a pensar en la noche anterior mientras el agua tibia recorría en descenso su cabeza y su cuerpo…
A Serafín ¿le habían gustado siempre los hombres?
Haciendo memoria de su relación con él, no recordó nada que le hiciera sospechar que así fuera. Claro, que la experiencia de Amanda en el campo sexual era bastante limitada.
Antes de conocer a Serafín, sus conocimientos al respecto se reducían a los manoseos que había recibido de su primo cuando ella apenas contaba con cinco años de edad –mientras él la entretenía con comics de vampiros-, o a los manoseos sufridos por un carcamal, dirigente del grupo de majorettes en el que Amanda desfilaba cuando tenía unos nueve años.
Desde luego, fuera como fuese, ahora creía entender por qué Serafín la había dejado.
Evidentemente, ella no podía darle lo que él necesitaba. Esa cuestión la alivió enormemente. No es que ella hubiese fracasado como mujer, simplemente no era un hombre. Contra eso nada podría haber hecho.
Salió de la ducha como si hubiera vuelto a nacer. Decidió que esa mañana comenzaba su nueva vida. Empezaría por acudir con Elvira a sus citas para visitar varios pisos de alquiler.
Lo de la mudanza era algo imprescindible para su resurgir […]

Como hemos madrugado, me he llevado a  El Vancuverita a la Chocolatería San Ginés para comernos unos churros con chocolate.
Necesito el chocolate a falta de otra cosa en estos días, a pesar de que “la otra cosa” esté dos puertas más allá, al final del pasillo.
Menos mal que este hombre es de buen comer, creo que no se ha fijado en mi forma de devorar.
Para rebajar el desayuno paseamos hasta llegar a La Puerta del Sol  y  saltamos sobre El Kilómetro Cero.
Los transeúntes nos miran como si fuésemos dos dementes recién fugados del manicomio. Reímos como niños y nos hacemos un selfie con El Oso y El Madroño, después seguimos paseando.
Sin darnos cuenta se ha hecho la hora de comer, otra vez.
El Vancuverita quiere probar un bocadillo de calamares, me han hablado de La Campana, que está cerquita de La Plaza Mayor.
Aunque, cuando me rodea la cintura con la mano mientras paseamos, paso de notar el ruido de mis tripas a notar un temblor en las piernas que me hace tropezar.
- Be careful! No te vayas a dañar.- Me dice mientras reafirma la posición de su mano para sujetarme.

Yo  ya no quiero calamares ni pasear…me tengo que calmar o el corazón se me saldrá por la boca.

lunes, 1 de septiembre de 2014

42. LO QUE EL VIENTO SE LLEVÓ

No hemos llegado a los postres cuando noto que mi hijo comienza a ponerse algo colorado, tiene las manos frías y los ojos vidriosos. Le he tocado la frente con los labios y está ardiendo.
Le miro la garganta, la tiene inflamada y rojísima.
Ya he dicho en alguna ocasión que las madres somos, todas, licenciadas en medicina.
Así que voy camino de casa de mi hermana, arrastrando al crío para ponerle el termómetro, verificar lo que ya sé y darle el jarabe para la fiebre e inflamación de la garganta.
El Vancuverita se ha ofrecido a acompañarnos, pero yo no lo he permitido a pesar de su insistencia. Acaba de llegar, no sería correcto apropiármelo como enfermero.
Efectivamente, treinta y nueve grados celsius, así que tras darle un lingotazo de Junifen al niño, lo meto en la cama con una dosis añadida de mimos.
Casi una hora después está dormido y la fiebre comienza a remitir.
Voy a aprovechar esta tranquilidad forzada para seguir con mis escritos.


[…] En cambio Serafín se convirtió en camaleón, de pronto se ponía rojo, de pronto cambiaba al morado. Cuando su rostro pasó a la gama de los amarillos, Amanda consiguió descongelarse y abrirse paso hacia el aseo.
El tercero en discordia tenía cara de “¿Qué coño ha pasado aquí?”
Amanda sólo pretendía refrescarse un poco la cara, pero creyó necesario meter la cabeza debajo del grifo, mientras rogaba a los dioses del Universo para que al salir del aseo, Serafín y su partener se hubieran esfumado.
Como tardaba en salir, fue Elvira la que terminó entrando en su busca, ajena a lo que había sucedido.
Amanda consiguió explicárselo todo y, cuando terminó, ambas estallaron en una sonora carcajada al unísono.
Aunque después de unos instantes las carcajadas de Amanda se convirtieron en llanto, y el llanto en vómitos.
Pasó de haber tenido la cabeza debajo del grifo a tenerla casi dentro del inodoro, para volver a meterla debajo del grifo una vez más al terminar de vaciar su estómago.
-Una noche dura.- Le dijo Elvira cuando la acompañaba de regreso a casa.
-Yo diría más bien surrealista. Tendré que meditar sobre lo que ha pasado esta noche, pero ahora no tengo fuerzas. Después de todo, mañana será otro día.- Contestó Amanda, al estilo Scarlett O’hara en Lo que el viento se llevó.
Cuando llegaron a su casa, se dejó meter en la cama por su amiga, quien la arropó como si fuera un bebé. [...]

Me debo haber quedado dormida mientras escribía.
Eso es lo que creo cuando me despierto al oír unos golpecitos en la puerta de mi habitación.
Con el dorso de la mano me limpio el hilillo de baba -que se me estaba cayendo por la comisura de la boca- y me dirijo sigilosa hacia la puerta para no despertar al niño.
-¿Cómo está el pequeño?- Me pregunta susurrando El Vancuverita.

-Ya está mejor, gracias por preocuparte. Siento que se haya estropeado la noche.- Acierto a responderle.
-Don’t worry! Guapa.- Me dice guiñándome un ojo- Mañana será otro día.
-Eso lo decía Scarlett O’hara en Lo que el viento se llevó.- Le digo.
Y el me mira con cara divertida, antes de besarme, con una ternura infinita, en la mejilla y darse media vuelta rumbo a su habitación.