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lunes, 25 de agosto de 2014

41. ¿QUIÉN ME QUIERE MÁS?

Llaman al timbre, ¡ya están aquí!
Me refiero a los canadienses y en concreto a El Vancuverita.
Mientras mi hermana va a abrirles la puerta, mi hijo se pasea de un lado a otro del piso arrastrando a su Naranjito. Yo he barajado la posibilidad de ponerme la camiseta de Afrodita-A, pero al final no he tenido el valor suficiente. Además he de guardar la compostura, no me puedo olvidar de mi retoño.
Cuando mi hermana les da paso, yo intento aparentar indiferencia esperándolos en el salón, aunque me he tenido que sentar porque me tiemblan las piernas.
Se aproximan por uno de los pasillos.
-Hiiii, Darling!-. Me dice El Vancuverita con una voz susurrada y seductora, plantado en la puerta del salón, recibiéndome con los brazos abiertos y su increíble sonrisa. Como cuando se les dice a los niños aquello de… ¿Quién me quiere máaaas?
Contengo las ganas de salir corriendo, por guardar las formas y porque las piernas no me lo permitirían. Pero me dirijo a él y me dejo estrechar por esos brazos. 
Sin decir una palabra me voy derritiendo en el aroma de su cuello.
Pasado ese instante, tras saludar al otro amigo de mi hermana y que ambos saluden entrañablemente a mi hijo, mi hermana se encarga de instalarlos en otra de las habitaciones de su enorme piso.
Inexplicablemente, en ese momento me da por pensar en el punto en el que se quedó mi novela.

[...] Después de salir de El 112 casi corriendo, Amanda y Elvira respiraron el aire fresco de la noche, como el pez pescado que es devuelto al mar.
Aunque Amanda insistió en irse a casa, Elvira la convenció para tomarse la última copa en otro lugar. Esta vez le aseguró que sería un sitio tranquilo en el que ningún "tío" la abordaría con fines carnales.
Amanda se dejó llevar una vez más y entraron en un local llamado Ulises. El nombre no terminó de inspirarle confianza, pero aun se fiaba de Elvira.
En cuanto estuvieron dentro, Amanda entendió por qué su amiga le había dicho que no le abordaría ningún hombre. Era un local gay. Amanda respiró aliviada e intercambió con Elvira una mirada cómplice.
Sonaba música de los años ochenta: Pet Shop Boys, Elton John, Culture Club, Wham!, REM...realmente le gustaba ese sitio.
Hasta se animó a bailar. Ya no recordaba cuándo había sido la última vez que lo había hecho.
En la tercera copa, Amanda comenzó a sentirse mareada. También hacía siglos que no pasaba de una cerveza o una copa de vino, siempre en ocasiones excepcionales.
-Elvira, voy al aseo a refrescarme la cara.-Le dijo a su amiga, después de haber localizado con la mirada el letrero de W.C.
Los aseos eran unisex y a pesar de que no había cola, dos hombres muy acaramelados le impedían el paso, distraídos como estaban en su coqueteo.
Ejem!¿Me disculpáis? Necesito entrar al aseo.-Carraspeó y dijo, incómoda por molestarles en ese momento.
Entonces Amanda palideció, se petrificó, enmudeció.
Uno de ellos era Serafín [...]

Una vez que estamos todos instalados, decidimos salir a cenar, iremos a un lugar cerquita de casa de mi hermana para que yo pueda recogerme pronto y acostar a mi hijo llegado el momento.
Ya se me ha pasado el tembleque inicial y -aunque tengo un nido de mariposas en el estómago- consigo seguir las conversaciones sin parecer medio idiota. O eso creo.
El Vancuverita le ha traído a mi niño un sombrero de la policía montada de Canadá. No creo que consiga quitárselo ni para dormir. La verdad es que entre el sombrero y el muñeco de Naranjito -que se niega a soltar-, la estampa del niño es un poco peculiar. Pero está tan feliz que me da igual que salga a la calle de esa guisa.

lunes, 18 de agosto de 2014

40. EL 112.

Después de instalarnos en casa de mi hermana, hemos ido a comer. Lo cierto es que no me entraba bocado –a pesar de la buena pinta que tenía todo-, por pensar en lo poco que faltaba para reencontrarme con El Vancuverita.
Tras la comida –y para rebajar lo que no he comido-, hemos paseado por las calles más céntricas de La Gran Ciudad.
Me hubiera gustado poder disimular la cara de pueblerina, pero es que todo me asombraba.
Como la naturalidad con la que todo el mundo paseaba corriendo o como interrelacionaban los unos con los otros.
En una de esas ocasiones en las que me he quedado absorta mirando a otra gente, me ha venido la inspiración para continuar con mi novela.

 […] Para cuando Amanda y Elvira terminaron su jornada de trabajo y cerraron el estudio fotográfico, ya habían seleccionado varios anuncios de pisos en alquiler, pero como se les había hecho demasiado tarde para poder visitarlos con luz del día, decidieron concertar las visitas para el día siguiente.
Era tarde –ya casi de noche-, así que se irían directamente a picar algo para cenar y luego a tomar unas copas a algún pub.
- ¿Dónde quieres ir?- Preguntó  Elvira a Amanda.
- No tengo ni idea, hace siglos que no salgo, así que quedo en tus manos. Eso si, preferiría un sitio tranquilo para romper el hielo.- Contestó Amanda como construyendo una barrera a su alrededor con su postura.
Elvira debió pensar que un tratamiento de choque era lo que su amiga necesitaba, así que la guió hasta un pub con un nombre bastante descriptivo, El 112.

Nada más entrar, Amanda ya percibió varias miradas masculinas que se iban clavando en ellas, les costó trabajo abrirse paso hasta la barra. No tanto por el aforo como por la resistencia del género masculino a cederles un paso holgado, no estaban dispuestos a renunciar a la más mínima posibilidad de roce, cuerpo a cuerpo. Amanda no se sentía cómoda, demasiado pronto para enfrentarse a semejante mercado de carne. Estuvo observando atónita lo rápido que hombres y  mujeres –aparentemente desconocidos- pasaban del saludo al estrecho acercamiento.
Les habían abordado varios hombres, a los que Elvira había sabido despachar con gracia, haciéndose cargo de lo oxidada que estaba su amiga en esos menesteres.
Para Amanda fue demasiado cuando un nuevo espécimen del género "macho man" casi la empotró contra la barra "arrimándole la cebolleta” al ir a pedirse una copa.
- ¡Por lo que más quieras, Elvira, vámonos de aquí!- Casi le gritó a su compañera, con la cara encendida de escarlata […]

Antes de volver a casa de mi hermana hemos llevado al peque a una tienda fantástica en la que vendían toda clase de objetos relacionados con los comics y los dibujos animados de todos los tiempos.
Mi Hermana Pequeña le ha dicho al niño que eligiese la figura que más le gustase. Éste se ha encaprichado de un Naranjito. También le ha regalado una camiseta de Mazinger-Z y a mi me la ha regalado de Afrodita-A, como diciéndome aquello de… ¡Peeeechos fuera! No he podido evitar pensar en que El Vancuverita está por llegar.

lunes, 11 de agosto de 2014

39. EL PERCHERO



Estaba absorta en el trabajo -al mismo tiempo que reorganizaba en mi cabeza todo el papeleo que tengo, y el que aun me falta, para el juicio-, cuando ha sonado mi teléfono móvil. Me he sobresaltado, porque últimamente desconfío de cualquier cosa.

Era Mi Hermana Pequeña, me ha dicho que coja al niño y me vaya unos días para allí –allí es La Gran Ciudad donde ella vive-, que aproveche este puente y que no me lo piense.

Lo cierto es que cuando me ha dicho que va a recibir la visita de un par de amigos de Canadá –El Vancuverita será uno de ellos- ya no he podido pensar.

He intentado encontrar alguna excusa para declinar la oferta de mi hermana y no he encontrado ninguna convincente. Tampoco es que me haya esforzado mucho en la búsqueda, dicho sea de paso.

Mi hijo tendrá la oportunidad de ver un montón de cosas interesantes.

Para el juicio todavía quedan dos semanas y en los días de fiesta no podré obtener ningún documento de los que aun me faltan.

Una vez más,  Mi Hermana Pequeña se ocupará de comprar los billetes, en esta ocasión serán billetes de tren.

Mi proyecto de novela está bastante encaminado, o igual no…

[…] Amanda necesitó más de una semana para terminar de creerse que Serafín la había dejado. Durante esos días estuvo yendo al trabajo como una muerta en vida.

Elvira -su socia y mejor amiga-, intentó hacerla reaccionar, animándola a salir de fiesta y a disfrutar de su renovada soltería.

Al final fue la propia Amanda la que salió del trance por si misma diez días después, cuando al ir a coger el abrigo del perchero -situado detrás de la puerta de entrada, en el pasillo-, uno de los ganchos de éste se descolgó y cayó al suelo.

Amanda se quedó mirando el colgador con forma de hoja tropical caído en el suelo, le dio por reír al pensar en cómo Serafín y ella habían decorado su apartamento de apenas sesenta metros cuadrados, hacía ya más de quince años.

El pasillo, en el que se encontraba en ese mismo momento, imitaba la selva amazónica, el pequeño salón lo habían decorado al estilo futurista, la diminuta cocina  como una cantina mejicana, el único dormitorio al más puro estilo medieval y el aseo reproducía el fondo del mar. 
En ese momento le pareció tan ridículo que no pudo parar de reír durante un buen rato.

Cuando llegó al estudio fotográfico que tenía con Elvira, le dijo muy animada:

-Esta noche nos vamos de fiesta, Elvira. Y ahora mismo me ayudas a buscar un apartamento nuevo al que mudarme cuanto antes.

-Eso está hecho-. Respondió Elvira sin salir de su asombro […]

Mi Hermana Pequeña nos esperaba a mi hijo y a mí en la estación.

Después de los correspondientes besos, abrazos y achuchones entre los tres, hemos tomado rumbo hacia su casa.

Mi hermana vive en un piso antiguo, pero reformado, en el centro de la ciudad, tiene los techos altísimos, grandes ventanales que dan a La Gran Avenida y pasillos que parecen laberintos.

Al niño y a mi nos ha instalado en dos habitaciones que se comunican entre si por una puerta corredera. Mi hijo está encantado con su habitación, pues tiene figuras de coleccionista de personajes de cómic repartidos por toda la estancia.

Esta noche llegarán sus amigos canadienses y yo estoy “atacá”.