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lunes, 15 de diciembre de 2014

57. LA NARANJA.


Después de perder los papeles –o por lo menos, la mayoría de ellos-, he considerado como una señal lo sucedido.
Igual necesito empezar la novela desde cero, darle otro enfoque.
Esta noche meditaré sobre ello. Porque tras el disgusto, me he quedado un poco vacía de inspiración.
El Corredor ha seguido su camino, después de estirar y descansar.
He vuelto a quedarme sola frente al mar.
Curra sigue consumiendo energía corriendo de un lado a otro.
Saco una naranja de mi mochila y la perra se planta frente a mí moviendo el rabo. Quiere jugar.
Utilizo la naranja a modo de pelota y se la lanzo, va tras ella devolviéndome la fruta en menos de un minuto para que se la lance  otra vez.
Le sigo el juego y la tiro de nuevo… ¡Oh, no!
La naranja rueda por el acantilado y Curra no se frena ante el vacío.
Ahora soy yo la que corre hasta el filo del abismo.
Me asomo  horrorizada sin saber –o no queriendo saber- lo que me voy a encontrar.
El cuerpecito maltrecho de Curra se ve al fondo, entre dos rocas.
Hay un tramo accesible, aunque escarpado, por el que llegar hasta allí.
Me armo de valor y comienzo el descenso para rescatar a mi perrita, aunque estoy casi segura de lo peor.
Casi una hora más tarde, después de varios resbalones y alguna que otra magulladura, consigo alcanzarla.
No hay lugar a dudas.
Acurruco su cuerpecito roto entre mis brazos mientras las lágrimas me caen a raudales por las mejillas.
Miro al horizonte, esas olas y ese mar... A Costa da Morte, ¡qué acertado!
Pasa un buen rato, durante el cual no sé qué hacer.
El agua fría que me salpica las piernas me saca de mi abstracción.
¿Qué le voy a decir a Mi Hijo? ¿La verdad? ¿Qué se perdió?
Finalmente decido que ese paraje es un buen sitio para yacer en la eternidad.
Rodeo un poco el pie del acantilado y encuentro una oquedad entre las rocas y la arena.
Cerca hay unos trozos de  madera, parecen restos de alguna barca.
Utilizo uno de ellos para excavar en el suelo. Ahondo lo suficiente para dejar bien sepultada a mi perrita inerte.
Cuando termino me siento en la arena mirando en contrapicado hacia ese acantilado, luego miro las olas que rompen en la orilla de la playa.
Una naranja que flota. Viene y va con el movimiento del mar.
De pronto un escalofrío me recorre el cuerpo, he perdido la noción del tiempo, debe ser media tarde.
No he ido a comer con Mi Madre y Mi Hijo. 
El móvil no tiene cobertura.
Así que me apresuro a volver. Me oriento desde la playa para conseguir regresar a la casita.
Debido a la rapidez de mis pasos -y al temor de preocupar a Mi Madre por mi larga ausencia-, el retorno se acorta en el tiempo.
Puedo ver la cara desencajada de Mi Madre nada más atravesar el umbral de la puerta. Mi Hijo, en cambio, está durmiendo la siesta como un bendito.
Consigo explicar lo que le ha pasado a Curra justificando así mi demora.
A malas penas puedo darle unos tragos al gazpacho, tengo el estómago hecho un nudo.
Me doy una ducha para quitarme toda la arena y la sal de encima.
Al salir del baño, un poco más tranquila, mi móvil comienza a sonar. Debe haber alcanzado cobertura de nuevo.
Me llaman del trabajo, estaban intentando contactar conmigo todo el día.
Tengo que reincorporarme urgentemente a causa de un contratiempo que hace mi presencia necesaria.
Cuento con un par de días de margen para regresar.
Me desplomo en el sofá.
Mi Hijo sale de su habitación, me da un abrazo y me besa mientras arrebatadamente me cuenta todo lo que ha visto en el mercadillo con la abuela.
Acto seguido sale al jardín.
-¡Mamá! ¿Dónde está Curra?- Me pregunta a gritos desde fuera.
-No sé hijo, estará corriendo por ahí.- Le digo yo.


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