En
nuestro tercer día en Formentera ya hemos visto prácticamente toda la isla, por
lo menos grosso modo.
Veinte
kilómetros de una punta a otra tampoco requieren mucho más tiempo.
En
la playa a la que accedemos desde la casa, solemos coincidir siempre las mismas
ocho o diez personas. Por suerte, entre ese reducido número se encuentran un
niño y una niña con edades aproximadas a la de Mi Hijo.
Por
otra parte –y doblando la fortuna-, también solemos coincidir con otra señora
muy agradable. Abuela, a su vez, de uno de los niños.
Por
ello cuando cojo mis útiles de escritura y me pierdo para inspirarme, lo hago con la tranquilidad de saber que durante
esas horas Mi Hijo y Mi
Madre se están divirtiendo.
Entones
es cuando yo aprovecho para buscar playas más recónditas, rincones perdidos en
los que no tropezarme con nadie y lograr concentrarme.
Al
final no cambié el rumbo de la novela, seguí por donde iba.
“Amanda ya le ha hecho alguna que otra
tarta de chocolate a su vecino Ernesto. Y éste, a su vez, ha sabido agradecérselo.
Entre tarta y tarta, alguna que otra
desdicha cómica le sucede a Amanda. Hay que seguir una trama que mantenga al
lector expectante.
Serafín, por su parte, se ha convertido
en un lastre para ella. No la deja ni a sol ni a sombra, tras su ruptura con Ramón.
No sabe vivir solo.”
En
San Ferrán me compré lo necesario
para hacer snorkel.
Hoy
he decidido practicarlo en Es Caló des Mort.
Para llegar a allí he conseguido una bicicleta, aunque encontrar el lugar no ha sido sencillo. He
tenido que preguntar varias veces a algún isleño hasta dar con la cala.
Aparentemente
no hay nadie. El mar está tan tranquilo que parece una postal irreal en la que
adentrarse.
Me
encanta deslizarme sobre las praderas de posidonia, tan largas y oscilantes por
los movimientos de las olas.
Es
sorprendente nadar al lado de sargos, meros o dentones.
Entre
las rocas contemplo maravillada el color y el brillo de los tomates de mar, las
mullidas esponjas, las afiladas púas de los negros erizos…
De repente una luz me ciega y emerjo.
De repente una luz me ciega y emerjo.
Resulta
que no estoy sola, hay un buzo haciendo fotos.
Por lo menos esta vez llevaba puesto el bikini.
Por lo menos esta vez llevaba puesto el bikini.
Nado
hasta la orilla, me siento en la arena blanca y observo el agua cristalina,
esperando ver asomar a ese paparazzi
marino. Me puede la curiosidad.
Casi
me dispongo a regresar a mi bicicleta, aburrida por la espera, cuando el buzo sale a la superficie.
Hay
sitio al que ir, pero viene hacia mí.
Sale
de espaldas para no tropezar con las aletas. Como siguiendo un ritual, se va
quitando el equipo. Empieza por la boquilla del regulador, luego las gafas,
sigue descolgándose la botella de oxígeno de la espalda, se desabrocha y deja
caer al suelo el cinturón con la pesa…Yo observo fijamente sin pudor. Estoy
perdiendo la educación.
-¿Te
he asustado con el flash de mi cámara?
-No,
que va. Sólo me deslumbró.- Le contesto sin dejar de observarla. Es una mujer.
-Creo
que mi objetivo te ha captado. Te metiste de lleno en el plano.- Sonríe de
medio lado mientras me habla. -¿Echamos un vistazo? Es la ventaja de la era
digital, no hay que esperar a revelar las fotos. ¡Si, aquí estás! –Me dice
acercándome la cámara, para que pueda ver la foto.
Salgo
tocando una estrella de mar. A pesar de las gafas de bucear y el tubo en la
boca, la imagen no está mal.
A
propósito de la foto, entablamos conversación.
Se
nos va un buen rato en la charla.
La Buceadora está en Formentera desde hace unas semanas, suele
venir cada cierto tiempo. Es bióloga marina y está terminando un trabajo sobre
el impacto del cambio climático en las especies de la isla.
Antes
de regresar, ella me anima a que quedemos para salir por la noche, me presentará a
sus amigos.
No
rechazo la oferta, estará bien hacer un poco de vida social.