De
pequeña siempre disfrutaba cuando íbamos a la montaña, al campo, a la playa…
Con mis hermanos y mis primos cogíamos toda clase de bichos, robábamos nabos en los campos de un payés y luego nos los comíamos a bocados con tierra y todo. Recolectábamos moras y nos arañábamos con los pinchos de las zarzas, jugábamos con la tierra y si nos raspábamos las rodillas nos curábamos con un simple escupitajo.
Con mis hermanos y mis primos cogíamos toda clase de bichos, robábamos nabos en los campos de un payés y luego nos los comíamos a bocados con tierra y todo. Recolectábamos moras y nos arañábamos con los pinchos de las zarzas, jugábamos con la tierra y si nos raspábamos las rodillas nos curábamos con un simple escupitajo.
Mi
Padre aprovechaba cualquier ocasión para enseñarnos -a mis hermanos y a mi- nociones de supervivencia,
no en vano, tuvo una infancia difícil en la posguerra.
Junto
a él aprendí a identificar cualquier planta comestible, flores, arbustos y
frutos.
En
los tiempos que vivo, esta información podría serme bastante útil, si no fuera
porque ya casi no quedan flores, ni arbustos, ni frutos. Los que no han sido
pasto de los incendios provocados por la especulación, han sido devastados por
el boom inmobiliario y el resto ha
sido víctima de la contaminación.
En
fin, que si bien hoy no podría vivir de la naturaleza, en caso de que no me
llegase el sueldo para más sopa de sobre, si que ha profundizado en mí un
instinto de supervivencia, que es el que no me deja abandonarme a la derrota.
Que
me perdone el lector si divago, porque yo a lo que iba era a hablar sobre los
veranos.
Como
digo, de pequeña me encantaba ir a la playa; padres, hermanos, tíos, primos,
abuelos y vecinos. Íbamos en marabunta.
Los
padres porteaban las neveras, las madres hacían otro tanto con las toallas y
las bolsas con comida. Ellos clavaban las sombrillas, ellas extendían las
toallas, recogían la ropa, que los niños ya nos habíamos quitado y
desperdigado por la arena, y desplegaban alguna que otra silla o hamaca para los
abuelos.
Los
niños nos dábamos panzazos en el agua, nos dejábamos revolcar por las olas y
nos llenábamos de arena hasta las cejas.
Luego
las madres sacaban todo tipo de cosas de sus bolsas y neveras. Nos poníamos
morados de tortilla de patatas, bocadillos de chorizo y fruta. De vez en cuando
nos crujían los dientes por culpa de la arena.
Construíamos castillos de arena mientras hacíamos la digestión, enterrábamos a
algún familiar incauto -normalmente no nos dejaban enterrar a la abuela- o nos
íbamos a las rocas a buscar lapas y cangrejos.
Entonces
no existían los protectores solares, como mucho nuestras madres se embadurnaban
con aceite de coco o de zanahoria.
Por
la tarde, y ya exhaustos, los padres recogían las sombrillas y las neveras, las
madres todo lo demás y los niños les seguíamos hacia los coches donde no nos
librábamos de un buen garrafazo de
agua para eliminar el máximo de arena de nuestros cuerpos candentes y
achicharrados por el sol.
Cuando
conocí a El Contrario estaba ansiosa porque llegara el verano, para ir a la
playa, al campo y a la montaña.
Primer
día de playa. ¡Qué ilusión! Yo preparo la bolsa con los bocadillos, las patatas
fritas y, la nevera con el agua y los refrescos.
Allá
vamos. Hace un día estupendo, despliego toallas, El Contrario clava la sombrilla tras una intensa lucha con la arena
y la brisa marina. Hay que embadurnase de protector solar. Nos quitamos las
gafas. Ya estamos listos. Al agua.
Hasta
aquí todo muy bien, pero llega el momento de salir. Ambos miopes, tratamos de
identificar nuestra sombrilla por el color, porque no distinguimos formas, hay
que matizar que la sombrilla está desparramada en la arena aunque aun no lo
sabemos. Después de un paseo considerable, encontramos nuestro sitio.
El Contrario, en su intento por recolocar la sombrilla, pisotea
las toallas y las llena de arena.
No
pasa nada, estamos disfrutando de un día de playa. Pero se pone a sacudirlas y
la chica que toma el sol a nuestro lado, lo mira con los ojos inyectados en
sangre. ¡Perdón, perdón!
Abro la bolsa de patatas, saco los bocadillos, El Contrario está incómodo porque no nos hemos traído sillas.
Abro la bolsa de patatas, saco los bocadillos, El Contrario está incómodo porque no nos hemos traído sillas.
-
¡Quiero agua! - El Contrario.
-
Pues coge el agua. - Yo.
-
Tengo las manos llenas de arena. - Él.
-
Sujeta las patatas y los bocadillos y saco el agua. - Yo.
Se
le caen las patatas que se llenan de arena. No pasa nada, no pasa nada, estamos disfrutando de un
día de playa. Pero él quiere agua. Saco el agua, abro la botella.
-
Pásame los bocadillos y toma el agua. - Yo.
-
Es que se me pega la arena a las manos porque la botella está sudada. - Él.
-
Ve a la orilla y lávate las manos. - Yo.
-
Échame un chorro de agua de la botella. - Él.
Vacío
más de media botella de agua para que se quite la arena de las manos, pero no
importa, él ya no lleva arena en las manos y se puede comer el bocadillo de jamón, no antes sin quitarle el tocinillo mientras se vuelve a manchar otra vez
las manos de arena.
Después
de la agitada comilona nos tumbamos un rato bajo la sombrilla, o lo que queda
de ella después de varios intentos de anclaje.
Me
tumbo boca abajo y aprovecho para desatarme la parte de arriba del bikini, a
ver si no me quedan muchas marcas.
-
¿Vamos otra vez al agua? - Él.
- Vale,
vamos. - Yo.
Paso
de volver a ponerme la parte de arriba, así que me levanto.
Ha
dicho “eso”. “Eso” son mis tetas, pechos, senos, ubres, como se les quiera
decir, pero “¿eso?”
En
fin, me tapo “eso” y nos damos otro
baño.
De vuelta a casa, en el coche El Contrario no para de refunfuñar porque va lleno de arena y de sal.
De vuelta a casa, en el coche El Contrario no para de refunfuñar porque va lleno de arena y de sal.
De
pequeña me encantaba ir a la playa.