Recuerdo mi infancia y pienso en los domingos, yendo en
bandada –padres, hermanos, tíos, primos, abuelos y amigos- a la montaña, a El Terreno de mis tíos, o simplemente a La Cruz Montigalá en El Día de la Tortilla o para Enterrar la Sardina.
Me viene el olor a moras recién cogidas y casi noto el
escozor en los dedos, sangrantes por los pinchos de las zarzas.
Más tarde –en otra tierra–, de adolescente, recuerdo hacer
el gamberro escalando áridos cabezos. Ir en bicicleta a coger albaricoques,
mandarinas o ciruelas. Buscar lechos inmensos de tréboles para desparramarnos
sobre ellos, ranas en las acequias, lombrices en el barro. Llegar a casa con
picaduras de avispa, astillas incrustadas en la piel, urticarias causadas por
las ortigas. Y aquellos baños en los embalses, ramblas o presas.
Por todo ello y a pesar de que la experiencia con El Contrario en la playa no
fue muy edificante, lo intentamos con la montaña.
Pensé que irnos de camping sería una buena idea, así que
para el primer cumpleaños de El Contrario
– estando conmigo- le regalé una tienda de campaña.
Llegó el momento.
Preparo los bártulos, allí vamos.
Primera
prueba, plantar la tienda. Esto es mucho más complicado que lo de la sombrilla,
empiezo a darme cuenta de que quizá no ha sido una buena idea lo de la
acampada, pero ya estamos aquí, no pasa nada.
Tenemos
un buen enfado por culpa de los clavos y
los vientos que no quedan milimétricamente anclados. No se nos ocurrió
llevarnos la caja de herramientas y mira que suelo estar en todo.
Metemos
dentro de la tienda el colchón, las sábanas, las almohadas, los pijamas, la
linterna, el repelente de insectos, etc.
A
parte de todo lo anterior – y por aquello de la acampada – cada uno de nosotros
hemos traído un saco de dormir.
Primera
noche. Todo en orden. El colchón con su exacta medida de aire, las sábanas bien ajustadas sobre el colchón, las almohadas con sus fundas y bien ahuecadas, los
pijamas puestos, la linterna encendida, el repelente de insectos correctamente
untado…nos disponemos a extender sobre nosotros los sacos de dormir. Cuando El Contrario saca el suyo y lo extiende
-con un un perfecto movimiento de muñecas- no ha recordado que su saco había sido utilizado
previamente –no por él- para dormir en la playa.
Afortunadamente, llevamos una escoba y un recogedor de viaje, que por supuesto
ya habíamos metido en la tienda de campaña.
La
noche se hace amena sacudiendo la arena; del colchón, de las sábanas y de los
pijamas.
Nuestros
compañeros de acampada –que, por suerte para ellos, duermen en la tienda de al
lado- no dan crédito a lo que está sucediendo. Lo deduzco por las risas y
comentarios que me llegan.
Cada
vez que entramos o salimos de la tienda hay que barrer el suelo y asegurarse de
que todas las cremalleras queden bien cerradas, no vaya a ser que se cuele
alguna tarántula o escorpión.
El Contrario no se baña en
los ríos porque hay bichos y truchas. El agua cristalina y fresca de
los manantiales de la sierra -identificados con letreros en los que especifica
agua potable- se le antoja cianuro. Y es capaz de completar una ruta de seis
horas, en pleno mes de julio, sin beber una vez que se le acaba el agua de su
botella. Yo sufro porque tiene espumarajos blancos en la comisura de los
labios.
El Contrario deja
a todo el camping sin agua caliente cada vez que se da una de sus prolongadas
duchas, que requieren de; champú -dos pasadas-, acondicionador capilar, gel -dos
pasadas- y - si apuro- aceite hidratante.
También
de pequeña me encantaba ir a la montaña.
A
partir del segundo verano juntos, sólo íbamos a la playa si había una casa
cerca en la que poder ducharse y comer. Y sólo íbamos a la montaña si había un
hotel - mínimo de cuatro estrellas- en los alrededores.
Es
decir, dejamos de ir a la playa y a la montaña.
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