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lunes, 5 de enero de 2015

60. LA ABADÍA PSICODÉLICA.



Desde que entablé amistad con La Buceadora, quedamos todas las mañanas muy temprano. Vamos juntas a las distintas calas.
Ella se conoce la isla como la palma de su mano.
Mientras una bucea y completa su trabajo, la otra –osea yo- escribe desde la arena.
A medio día hago mis pinitos con el snorkel. Después comemos algo y volvemos cada una a lo nuestro.
De regreso –cada una a su casa-, charlamos de nuestras vidas.
La Buceadora es mayor que yo, ha tenido una vida intensa. Sus puntos de vista sobre cualquier tema son siempre muy edificantes para mí, que voy tomando nota mentalmente.
Las tardes me gusta pasarlas con Mi Hijo y Mi Madre, en la playa o de paseo por los pueblecitos de Formentera.
Al peque le encanta pararse en los puestos hippies. Siempre consigue que me deje engatusar para que le compre algo. Poco a poco se está mimetizando con la isla.
Lo miro y lo veo tan feliz que me derrito.
Algunas noches quedo con La Buceadora. Me he integrado bien en su grupo de amigos. Solemos ir a algún bar de la zona o nos vamos a la playa a montar nuestra propia fiesta.
La otra noche estuvimos en casa de mi nueva amiga. Parece una abadía psicodélica.
No me aburro y me estoy riendo en estos días más que nunca.
Todo el grupo me cautiva…La dulzura de La Rubia –parece un oso amoroso- que se come a besos a El Negro. Él, a su vez, se la come con los ojos. La locura de El Primo –es primo de media Formentera- y su chica, La Princesa de Rizos Negros. El gurú -que es vegetariano pero come bistecs si son de buena calidad- es el más joven y se complementa de maravilla con La Hechicera, ella es una polvorilla. Tampoco me canso de oír las elucubraciones de El Buda, es muy profundo de pensamientos. El Rockero tiene un arte especial para decirte lo que piensa, aunque sea una crítica, de tal modo que te hace reír. Pero si alguien me ha ganado ha sido El Abad –es el más longevo-, y ni siquiera lo digo porque se deleitara con mi guacamole la otra noche, sino por el cariño que transmite a todo el mundo.
Ya me quedan pocos días de vacaciones y sé que voy a echar todo esto mucho de menos.
Casi he terminado mi novela.

Amanda y Ernesto van a ser papás, no obstante su relación no funcionó. Lo de la criatura ha sido un accidente al que ella no ha querido renunciar.
Serafín por fin ha encontrado su camino. Uniéndose a un grupo teatral que hace performances muy extrañas en garitos de toda Europa.
Elvira está organizando una exposición con el proyecto fotográfico de Amanda, cuyo leitmotiv es el chocolate.

Esta mañana prefiero salir sola en busca de mi rincón de escritura.
Me dirijo al faro de La Mola.
Cuando llego hasta allí y situándome muy cerca del acantilado, no puedo evitar acordarme de Curra y su vuelo sin motor.
Me invade una enorme tristeza, por la que me dejo llevar en un llanto bastante purificador.
Con la congoja no escucho los pasos ligeros de alguien que se acerca a la carrera.
-¿No me digas que has vuelto a perder los papeles?
Me giro, y atónita veo a El Corredor.
-¿Has venido corriendo desde Galicia?
Me mira con ojos pícaros. Reímos.
Mientras estira la musculatura –esto parece El eterno retorno de lo mismo de Nietzsche-, hablamos un poco.
Es obvio que le gustan los faros y correr.
Me pregunta por el hecho de que haya viajado de Galicia a Formentera. Le explico el episodio de la naranja y como tuve que interrumpir mis vacaciones por motivos laborales.
El Corredor se lamenta sinceramente.
Yo le devuelvo la pregunta.
Me cuenta que su abuelo era farero. Cuando él era un niño, le contaba historias de su oficio. 
Historias de barcos varados, naufragios y rescates. De noches de tormenta y soledad.
Hace unos años que decidió comenzar sus visitas a los faros, aprovechando sus periodos vacacionales. No cree que consiga ver todos los que hay en el mundo.
Se ha pasado la mañana y no he escrito nada. Es la hora de volver a casa, yo lo haré en bicicleta y El Corredor va a retomar su carrera.
-No me importa que me persigas.- Le digo antes de despedirnos.
-Ni a mí que estés esperándome en la meta.

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