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lunes, 10 de noviembre de 2014

52. EL HALLAZGO.

Un rayo de luz.
Eso es lo que me he encontrado hoy.
No soy de jugar a loterías  ni otros juegos de azar.
Supongo que las partidas de póker con unos amigos hace unos meses no cuentan, porque tuvimos que leernos las reglas del juego antes de empezar la primera mano.
Yo terminé ganando después de inventarme nuevas combinaciones de cartas, fruto del desconocimiento del juego y de la inocencia de mis contrincantes.
Aunque jugábamos con fichas de plástico, tuvo su emoción.
La cuestión es que esta mañana he visto en mi monedero un boleto de Bonoloto, que debí jugar no sé cuantas semanas atrás.
He comprobado los números en Internet, por no tirarlo a la papelera directamente –tanta es la confianza que tengo en mi propia suerte-, y parece que tiene premio.
Por lo menos eso es lo que pone en la página web que estoy mirando.
Antes de dar saltos de alegría, ni nada por el estilo, he mirado la fecha del boleto, si llego a tardar quince días más en encontrarlo se hubiera caducado.
De la cifra del premio no quiero ni hablar, no me fío nada de lo que dice la pantalla del ordenador.
Así que me voy directamente al banco o a la administración de lotería donde tenga que ir, porque esto me quema en las manos, por no hablar del corazón que se me sale por la boca.
En el trabajo he dicho que tengo que salir a hacer una gestión personal, no he mencionado nada más.
Finalmente me he decidido por el banco. No me importan ahora las comisiones ni cosas por el estilo, lo que me interesa es poner este papelito a buen recaudo por si resulta estar premiado de verdad.
Por suerte no hay nadie en la sucursal, a parte de los empleados. Y además está El Director, que me saluda amablemente. Se nota que es nuevo en esta oficina, no sabe que soy la de la hipoteca impagada –la de los yenes japoneses-, pues sólo he hablado con él de ese tema por email.
Nos sentamos en su despacho, él hace un gesto con la cara, como diciendo ¿y bien?
Decido empezar por decirle quien soy. Su cara ahora ya no es tan amable, aunque sí denota cierto afán de analizar mi persona.
No le doy opción a que hable mucho, le digo que creo que vengo con una solución.
De nuevo relaja el rostro, aunque no demasiado, me está mirando con cara de escepticismo y observando con extrañeza qué es lo que busco en mi monedero.
Cuando saco el boleto de Bonoloto, sus ojos adquieren un brillo codiciosamente antinatural.
Sé que me lo estoy imaginando, pero diría que hasta saliva.
Le empiezo a explicar lo del hallazgo del boleto y que he comprobado los números en Internet, pero que aun no lo sé a ciencia cierta. La  decepción se refleja en su rostro.
Ese hombre serviría para el cine o el teatro, ¡qué repertorio de registros en tan poco rato!
Aunque creo que quiere creerme, sobre todo porque si no me cree y resulta ser cierto, me iré con el boleto a otra parte, es decir, a la competencia.
Por no hablar del marrón que le solucionaría si todo es verdad.
Pasaría de ser una clienta morosa a una acaudalada clienta.
El Director hace unas llamadas telefónicas delante de mí, confirma los números por teléfono, le empiezan a temblar las manos. Me he dado cuenta porque ha ido a pasar el boleto por fax y no acierta con las teclas del aparato.
Esperamos unos minutos -que se hacen eternos-, completamente en silencio, sin mirarnos siquiera.
Suena el teléfono. Confirmado, el boleto está premiado.
Su cara ahora es de sumisión hacia mí, diría yo.
Me recuerda a mi perrita Curra cuando me mira con ojitos de “dame un premio, dame un premio”.
Es hora de hablar de negocios.
Llamo al trabajo para decir que me voy a retrasar más de lo esperado.
Cuando salgo del banco me siento muy liviana. Más que andar, floto rumbo hacia el coche.
De camino al trabajo llamo a mi madre ¡benditos manos libres!
Le cuento lo que me ha pasado y mi conversación con El Director. Le digo que me ha tocado mucho dinero, pero que en realidad no es tanto si tenemos en cuenta las deudas que acarreo.
También le digo que me da igual quedarme sin nada, porque si lo pienso bien, todavía nada tengo y mi primera intención es no deber nada a nadie.
Al llegar al trabajo lo comento con una de Las Compañeras, necesito hacerlo, sé que me guardará el secreto –al menos de momento-, porque pienso seguir trabajando, pues no sé si me quedará algo del premio después de saldar cuentas.
Por lo tanto, mi plan de vida es solucionar problemas y seguir como hasta ahora, después ya veremos.
Todo esto tiene una consecuencia ineludible, y es que después de que me reúna con La Experta tendré que hacerlo con El Contrario.

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