Aprovechando la serenidad
de estos días, mi hijo y yo estamos compartiendo unos momentos extraordinarios
de complicidad.
Hay momentos en los que me
resulta complicado responder a todas las preguntas que me plantea, respecto a
la vida en general y respecto a nuestras vidas en particular.
Me sorprendo de lo rápido
que está madurando mentalmente, aunque a veces también me preocupa el mundo
interior que guarda y que no exterioriza tanto como a mí me gustaría.
Tiende a reclamar mi
atención en extremo.
Supongo que cuando se
decide ser madre –o padre- creemos que seremos capaces de proteger a nuestros
hijos de cualquier dolor físico o emocional.
A medida que van creciendo
te das cuenta de que hay que tener un buen botiquín siempre a punto, para untarles
pomada en los chichones y ponerles Tiritas en el corazón.
Hace unos minutos que se ha
acostado, no sin antes haberle cantado –como cada noche- una canción.
El silencio vuelve a
invadir esta casa, un silencio que asorda.
Será mejor que escriba un
poco, a ver si así me atrapa el sueño.
[…] Amanda se
adaptó enseguida a su nuevo apartamento.
Abandonar el que
había compartido durante años con Serafín estaba siendo como una especie de
catarsis para ella.
Se alegró de haber
elegido ese apartamento y no otro. Le gustaba desayunar en la terraza, envuelta
en una manta, sujetando con ambas manos su taza de café con leche muy caliente,
mientras contemplaba la ciudad.
Ya empezaba a
mejorar el tiempo, la primavera se estaba abriendo camino.
A pesar de que era
sábado, Amanda había decidido levantarse temprano esa mañana, quería salir a hacer
fotografías. Caminar y disparar sin saber a qué de antemano.
Estaba disfrutando
de su "momento-terraza-matutino" cuando un ruido
captó su atención. Provenía de abajo.
Se asomó por el
murete de la terraza.
De la ventana del
piso situado justamente debajo del suyo, asomaban unas manos masculinas que
sujetaban lo que parecía una taza de chocolate caliente.
Amanda se puso de
puntillas y se inclinó un poco más para ver mejor.
El movimiento y la
fricción de su cuerpo contra el murete, provocó que se desprendiera un trocito
de ladrillo, que fue a caer justo en la taza que asomaba por la ventana de
abajo.
Amanda se quedó
paralizada por un segundo, exactamente el mismo que tardó el propietario de la
taza y las manos, en asomar su cabeza y mirar hacia arriba.
Era el mismo vecino
que había llamado a su puerta unos días atrás para quejarse del ruido que ella
y Elvira estaban haciendo al arrastrar los muebles durante su mudanza.
Como un acto
reflejo Amanda se echó hacia atrás, aunque no con la suficiente rapidez como
para no ser vista por su vecino.
Las mejillas de
Amanda elevaron su temperatura un mínimo de tres grados y ascendieron varios tonos en la
gama del rojo.
¡Menudo comienzo en la comunidad de vecinos! Pensó
Amanda.
Cuando se le pasó
el sobresalto, se duchó, se puso unos vaqueros, una sudadera y unas zapatillas
de deporte. Se recogió el pelo en una coleta, cogió su cámara de fotos y salió
rumbo a la calle. No
sin antes cruzar los dedos para no tropezarse en la escalera con su vecino, el del
chocolate.
La mañana se le fue
sin apenas darse cuenta, su nuevo barrio era pintoresco.
El objetivo de su
cámara captó bastante detalles que llamaron su atención.
Se detuvo en un
parque cercano. Un par de ardillas subían y bajaban de los árboles buscando
algún resto de comida en los alrededores de las papeleras.
Amanda las seguía a
través de su objetivo, divertida por sus rápidos movimientos.
Entonces el
objetivo de su cámara se detuvo en un hombre que leía el periódico en uno de
los bancos del parque.
El hombre bajó el
periódico en ese momento, como intuyendo el estar siendo observado.
¡No podía ser, era
su vecino! […]
Me he estancado con el
vecino de Amanda, dado mi estado de ánimo no sé si convertirlo en su futuro
amante, en un psicópata o en ambas cosas.
Mejor dejo la escritura
para otro momento o me pasaré a la novela negra, cosa que no deseo, teniendo en
cuenta que mis intenciones iniciales eran las de la novela ñoña.
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